Cenizas volcánicas caen en la Pampa Central y San Luis, en 1932

Desde la media tarde, casi anocheciendo del día domingo 10 de abril del año 1.932, ella comenzó a caer despacio y silenciosamente. Había sido un día otoñal algo caluroso. El aire estaba enrarecido, se olfateaba algo que no se sabía bien que era. El cielo se había nublado y oscurecido antes del tiempo normal.

En el año 1.923, todos los habitantes del campo y de los pueblos de la zona del noroeste de la Pampa Central y el sur de San Luis habían sido testigos de una Gran nevada, que fue excepcional. A consecuencia de la cual murieron muchos animales, solían recordar los hijos y nietos de aquellos pioneros de la ganadería y la explotación forestal de la región del noroeste, que los pastos quedaron tapados muchos días.

Periódicamente la zona era también azotada por los incendios rurales, que no era fácil sofocar, dado la cantidad de materia orgánica que había en el bosque del caldenar, que favorecía la propagación de las llamas del fuego, dado que son plantas resinosas como el caldén, algarrobo, chañar, molle y otros.

Los animales de la fauna silvestre cavan sus cuevas y expulsan la ceniza volcánica a la superficie. Foto del autor julio de 2.019

Pero esta vez no había olor a humo, ni se veían llamas cercanas, era otro fenómeno, algo raro para la región. A veces parecía que la tierra temblaba y en otros momentos, se escuchaban como truenos lejanos.

Los primeros que se encontraron con ella, esa visita intrusa y molesta, fueron los que salían a trabajar de madrugada, como los lecheros, los arrieros, los panaderos, los ferroviarios y otros. Había un profundo olor a azufre que se metía en la pituitaria.

Los animales estaban inquietos, las ovejas, los caballos, los perros, los gatos, las vacas y los animales silvestres, que con su instinto, se dieron cuenta, antes que sus amos, que lo que estaba sucediendo era algo inusual. No era el viento zonda, tampoco el pampero. El viento estaba del Oeste y soplaba en dirección este.

Ese domingo pasó y el sol no apareció, había que utilizar velas, lámparas, faroles, candiles, todo lo que hubiese a mano, tanto dentro de los ambientes como fuera de los mismos, porque la que reinaba era la oscuridad. Ese polvo se metía en los motores de los vehículos, los tractores y todo tipo de motores, en los ojos y nariz de las personas y animales produciendo irritación y molestias severas, sobre todo a quienes tenían problemas respiratorios o estaban enfermos de los pulmones.

La invasora, también afectó la llegada del Ferrocarril del Oeste, dado que había tapado las vías. General Pico había sido una de las poblaciones donde se depositó sobre las calles y techos de los inmuebles gran cantidad de ceniza poniendo en riesgo la vida de las personas. Hubo que limpiar los techos por el riesgo de derrumbe y se fue sacando de los patios y jardines de las viviendas hacia la calle. La Municipalidad puso a los empleados municipales con carretillas, palas para trasladar al centro de la calle las cenizas.

El peludo, la vizcacha y otros animales que viven en cuevas acumulan a flor de tierra los vestigios de la presencia de la ceniza volcánica, caída en estos campos hace más de 87 años. Imagen del autor de julio del 2.019.

Juana Collado, la hija del lechero Juan Collado, español, que tenía su chacra entre Victorica y Telén, se levantó a la hora que usualmente lo hacía para ordeñar las vacas, mientras su padre realizaba los preparativos para cargar los tarros en el sulky y llevarla a ella al Colegio “María Auxiliadora” de Victorica, donde era alumna.

Era lunes, oscuro todavía, pero se dio cuenta que en el lomo de las vacas había algo. Los animales estaban molestos, se sacudían y movían la cola que complicaba la operación del ordeñe. Fue a darle la noticia a su padre y tomar el desayuno que preparaba su madre.

Don Juan fue al corral y revisó las vacas, cuando volvió el resto de sus hijos menores que habían escuchado torear a los perros y las idas y venidas de su padre, madre y los demás niños gritaron contentos: “que lindo está nevando”. Pero cuando su padre se pasó la mano por sus hombros para limpiarse lo que se había depositado sobre su espalda, no era nieve, sino un polvo seco, parecido al de fregar las ollas.

Cacho Leonardi, nieto de Bartolo, extrayendo cenizas volcánicas que llegaron el año 1.932, sobre las que los ventarrones depositaron tierra, sobre la cual nació pasto puna y otras hierbas, resembradas por el vacuno que se impuso a partir de la década de 1.930. 

Don Juan terminó de cargar el carro y partió rumbo a Victorica, a pesar de ser de noche. La novedad era que el sol no había aparecido y estaba oscuro como a la medianoche del día anterior, a pesar que el reloj marcaba más de las 7 horas. Don Juan miró el reloj de pared y consultó su reloj pulsera y los dos concordaban.

Cuando llegó a Victorica lo primero que hizo fue llevar su hija al Colegio, ahí conversó con las monjitas que estaban muy asustadas, porque, siendo la hora que era, el sol no se había asomado. Además ese penetrante olor a azufre se colaba en los ambientes. Por otra parte en el tanque de agua y en la quinta alcanzaban a vislumbrar con las velas que había algo parecido a la harina, que todavía continuaba cayendo.

Las monjitas mandaron a sus alumnas que compraran velas porque iban a rezar  y realizar ofrendas, para pedirle al Señor Jesucristo y a la Virgen María Auxiliadora, para que no se terminara el mundo como decía la Biblia. Jesucristo dijo: “Y estas buenas nuevas del reino se predicarán en toda la tierra habitada para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14). Esta predicación es una muestra de la justicia y la misericordia de Jehová, y forma parte de la señal que identificaría el fin, que también incluye guerras por todo el mundo, terremotos, hambre y enfermedades (Mateo 24:3; Lucas 21:10, 11)

Ahí pueden observar la franja de cenizas acumulada que supera los cincuenta centímetros, sepultada por la arena acumulada durante 87 años, sobre la que creció el pasto nativo y el renoval del fachinal que invadió estos campos después de la tala del caldén durante las dos Guerras Mundiales.

Don Bartolo Leonardi, era italiano, fue soldado en la Primera Guerra Mundial que se desarrolló en Europa. Contaba entonces con 50 años aproximadamente, venía de un país donde los volcanes habían producido catástrofes muy grandes, quería convencer a sus hijos y los peones que eso no era el fin del mundo. En el rancho había una mezcla étnica con distintas experiencias culturales. Cinco italianos de la familia Leonardi, varios criollos, entre los que, algunos eran oriundos de San Luis, otros de Mendoza y también de Córdoba y varios paisanos que eran descendientes de aborígenes que tenían los recuerdos de sus ancestros, algunos venidos de la precordillera. Se necesitaba mucha gente para manejar esa buena majada de ovejas en esa importante extensión de campo, con escasa agua y para colmo no de buena calidad.

La ceniza provenía del volcán Quizapu, que del lado de Chile está en la Comuna de San Clemente en la Región del Maule y de Argentina en el Departamento Malargüe (Mendoza). Aproximadamente a las 10 de la mañana de aquel domingo se comenzaron a escuchar estruendos, luego fueron los sismos, y hacia la cordillera se veían lenguas de fuego.

Según el diario Los Andes, a las 13 horas  ya había comenzado la erupción. A las 17 horas la lluvia de cenizas cubrió la calle con un manto de aproximadamente 30 centímetros. Los cálculos aproximados es que la caída fue de alrededor de 250.000 toneladas. El día 13 la nube de ceniza llegó a Buenos Aires impulsada por el viento. A las 13 horas del día martes la lluvia de cenizas se detuvo en Malargüe.

Lo demás lo hizo el viento que transportó la enorme cantidad de cenizas en suspensión, depositándola gradualmente en Mendoza, el Territorio Nacional de la Pampa Central, Provincia de San Luis y terminando en la provincia de Buenos Aires y finalmente el Uruguay y sur del Brasil.

Han pasado ochenta y siete años los abuelos y bisabuelos que vivieron de niños aquella experiencia le contaron a sus nietos y bisnietos y ellos llevaron esos testimonios a las clases de las Escuelas Secundarias de General Pico, donde la  profesora Irma Zanardi de Rivera, dialogó con sus alumnos y posteriormente utilizó en la edición de su libro “La caída de ceniza en La Pampa”, editado el año 1.990.

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